Vista aérea de Catia La Mar (Venezuela) |
No me imaginaba que comenzaría así, pues hace mucho tiempo que venía
postergando una decisión tan importante, pero por fin llegó la musa o tal vez
llegó el valor de ponerle palabras a tantas historias transcurridas desde ese
día que le dijimos a todos “hasta pronto”, una especie de mantra que impedía
que me quebrara en ese aeropuerto caluroso, desbordante de nostalgias, nudos en
la garganta y lágrimas que brotaban y saltaban solas.
Antes de ese día, las semanas transcurrieron entre las
polaridades del entusiasmo y la nostalgia al punto de recordarme las semanas de
la gestación de mi hijo, hace 13 años atrás. Es que migrar para nosotros fue
una especie de parto, también un embarazo planificado; al principio con el
deseo firme de hacerlo, luego con miedo, después con pasos calculados y a la
vez con tropiezos y obstáculos hasta ese ansiado día.
Aún recuerdo la despedida de mi
querida amiga Leti varios años antes, ya
no la despedíamos por una beca de estudios para hacer un postgrado, como ya lo
había hecho más de 15 años antes con algunas amistades que se fueron a España y
Francia en aquella época. No, la de mi amiga era una despedida muy sentida
porque se iba a Australia con su esposo y sus hijas, y porque en ese momento “era
una situación insostenible”, su familia había vivido un episodio de secuestro
anteriormente; y entre lágrimas comencé a preguntarme en el estacionamiento: “¿cuáles
son mis motivos para quedarme?”. Creo que tenía un par de respuestas en ese
momento que ya no recuerdo muy bien y que me aguantaron un par de años más, hasta aquel viaje de vacaciones que hice con mi familia a Argentina y que fue
el punto de quiebre. Justo al regresar
de ese viaje maravilloso, a una ciudad que me encanta, ya no sentía el alivio de
“al fin llegué a mi hogar, sentiré el olor de mi almohada y el olor de mi país”, esa sensación que antes había tenido cuando
te asomas a la ventanilla del avión y comienzas a ver la costa (en Venezuela
el aeropuerto internacional más importante queda en la zona costera del país), ya no estaba, comenzaba a hacer consciencia que volvía a sentir miedo,
frustración, tristeza y que si bien ya era anormal comprar pastillas, máquinas
de afeitar y champú en otro país porque no lo puedes hacer en el tuyo, como en efecto lo hicimos, el sentirme
turista por unas semanas me hizo olvidar lo que me esperaba, la crisis
económica estaba sacando sus más feroces dientes.
Luego de esa despedida vinieron muchas
más, tenía como principio no bajar al aeropuerto porque era muy doloroso ese
momento a menos que fuera alguien súper cercano para mi. Al igual que mi mamá,
repetía que yo no era buena para las despedidas, sin embargo, la profesión me
fue enseñando que parte de la elaboración del dolor era precisamente despedirse,
cerrar ciclos, saber decir adiós. Creo que mi prueba mayor fue hacerlo con mi
madre unos años atrás, dejarla ir y asumir que muchas cosas cambiarían sin
escuchar su bendición ha sido una de las pruebas más duras de mi vida. Ahora
puedo nombrarlo y releerlo en calma, con gratitud; se fue la rabia, la culpa,
la tristeza, se fue el por qué, y tengo el sosiego de su presencia espiritual,
la memoria de buenos tiempos en la niñez, juventud y adultez, donde se hizo
sentir con fuerza y tuve el privilegio de tenerla. Hoy en día, trabajo con personas en situación
de duelo y sigo viviendo e investigando sobre el tema de decir adiós.
Quienes
emigramos nos vamos especializando en este tema.
1ra. página de algo, déjame tus impresiones en comentarios, serán muy importantes para lo que sigue.
Rosalynn Herrera
@psicoblogueando en Instagram y FB
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